lunes, enero 16

Indiferencia es tu látigo (6. La nave industrial)

          Si alguien quisiera rodar una Película de terror, esta era la situación ideal: una chica solitaria de 24 años, en medio de un campo alejado de cualquier población, se dirige a una nave industrial  casi abandonada, cerrada hace mucho tiempo. Y lo más curioso, la dueña de aquello era yo.


           Había llegado en un autobús de línea. Me bajé en la parada más cercana, después de andar unos dos kilómetros, llegué a este recóndito lugar. Me costó un buen rato encontrar la puerta de acceso. La puerta contaba con tres cerraduras diferentes, no puedo calcular el tiempo que dediqué a descifrar las llaves que correspondían a cada una, dado que el llavero que mi padre me había entregado tenía doce.

      El lugar estaba lleno de trastos inservibles y el polvo se había adueñado del más minúsculo rincón. Unas ventanas en la parte superior de las paredes, iluminaban el interior. Debía de darme prisa porque cuando se fuera la luz natural, estaría totalmente a oscuras y, digamos que no era este el lugar del Mundo en el más me apetecía estar así. Me costaba entender el propósito que habían tenido mis padres para conservar un lugar así. Lo cierto es que comencé a encontrar algunos objetos que me eran familiares: una estantería con muchos libros que había leído mi madre, unas sillas viejas de anea que mis padres habían sustituido en  la casa por unas modernas, muchos carteles de películas antiguas aplicados de forma vertical sujetos por diversa cuerdas. 

        En una esquina del recinto, había una angosta escalera. Con una cierta prudencia, me atreví a subir los escalones, inseguros. Conforme ascendía descubrí un altillo desde el que se podía divisar mejor la nave. Allí me encontré unas estanterías repletas de carpetas, las examiné, llenas de documentos. Muchas facturas, otros estaban llenos de tachones, anotaciones con lápiz y multitud de iniciales, flechas, símbolos. No había que saber mucho para entender que eran documentos cifrados por mi padre, de los negocios que se traía entre manos. En las paredes, bien enmarcados otros carteles de películas, que parecían más antiguos y de más valor que los de abajo. Una mesa, un sillón propio de despacho. Me senté en él. Enfrente un tablón de anuncios lleno de notas unas fotocopiadas, otras escritas a mano,...ohhh cuál fue mi sorpresa....





            Mi madre, sabía que yo iría allí. Era una nota que llevaba años, puesta en ese lugar. Comencé a sentir cierto vértigo , no podía esperar algo así,...pero ¿qué significaba este mensaje? no podía pensar que fuera una broma ¿tenía que tener un sentido? ¿por qué allí? muchos pensamientos parecían querer entrar a la vez en mi cerebro, pero ellos mismos se atascaban en la entrada. Lo cierto, es que aquella frase me resultaba familiar, sí la había escuchado muchas veces ¿dónde? ¿cuándo? ¿por qué? tenía que concentrarme en algo. La luz solar, seguía bajando su intensidad.  Ahhhhh sí, tuve una corazonada, los carteles de las películas, ¿los del altillo? no allí no, bajé las escaleras lo más rápido que pude, mi respiración era muy forzada. La pila de carteles. Los desaté. Los pasaba, velozmente. Al menos había cien. Seguía. Siiiii, La Trastienda. Una película de hace mucho tiempo.

         Miré detrás, un paquete pegado con mucho cuidado. Lo abrí. Una considerable cantidad de dinero en billetes de todo tipo. Mi madre había pensado que, como era el caso, me haría mucha falta en el futuro para poder subsistir. Recordé que  mi madre escondía tras el cartel de esa película pequeñas  cantidades de dinero para afrontar los posibles imprevistos domésticos. Luego, con algo de humor, decía :

En la trastienda,
está la enmienda.

         Cuando terminé de cerrarlo todo, la noche avanzaba cautelosa. Busqué, con mucho miedo la parada. Me costó mucho encontrarla. Llegué a la pensión, en la que me hospedaba, muy tarde. Las sorpresas de la jornada, me habían dejado traspuesta. Al menos, mi economía había mejorado bastante. Ello me permitía permanecer más tiempo y en mejores condiciones en la ciudad. Una vez en la cama, abrí el paquete del dinero. Era una cantidad considerable. Mis padres habían manejado mucho más dinero del que podía pensar, dada la austera vida que llevábamos. Justo en mitad de uno de los montones, encontré un papel azulado escrito con una antigua máquina que decía:







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