miércoles, enero 18

Indiferencia es tu látigo (5. Carla)

         Me llamo Carla. Tengo 24 años y puedo presumir de haber tenido una vida cargada de amargura. Hace poco supe que  mis padres, fueron dos estafadores de cierta elegancia. Mi padre ha ingresado recientemente en prisión. Mi madre murió, hace algún tiempo; todavía no entiendo por qué prefirió la compañía de un hombre, a la de su propia hija.







        El recuerdo de ambos, me sigue doliendo en los lugares en los que se desgarra el alma. De pequeña, no recuerdo una familia feliz. Poco tiempo tuvimos de convivencia los tres, las constantes desavenencias entre ellos propiciaron la ruptura. Yo comencé a sentirme una especie de pelota que de vez en cuando, interrumpía, la monotonía de cada uno de ellos. Sí, Indiferencia.

         La última parte de mi vida la pasé en compañía de mi padre. Antes, había estado en esta ciudad viviendo con mi madre, ahora he tenido que regresar. Su enfermedad y, sobre todo, su compañero determinaron que el ambiente en esa casa fueran determinantes para que nos separáramos ¡Cuánto dolor que no para de escocerme! Así, me fui con mi padre, poco después ella murió, consumida por una enfermedad que le iba quitando todas sus fuerzas e ilusiones.

        Cuando me fui con papá, encontré un ser desconocido y lejano. Sumido siempre en papeles y rodeado de personas extrañas a las que tenía mucho cuidado de no enseñarme. Llegó el fatídico día de la detención, yo no sabía nada. Mi padre alardeaba de ideas revolucionarias y anticapitalistas, no podía saber que parte de su vida, la había dedicado a robar a los que creía enemigos de los pobres. Contó con mamá para algunas de sus  actuaciones, tal como  otras veces  había hecho.

         Parece ser que su último golpe, en esta ciudad, lo hicieron contra personas que se enriquecían con las ventas de objetos ilegales que hacían los inmigrantes. Eran unos auténticos explotadores y oportunistas. Una auténtica ocasión para un idealista revolucionario, como mi progenitor. Salió mal. No esperaban que en la casa, hubiera un anciano; se produjo un forcejeo: el viejo hirió a mi padre  con un disparó en la pierna; mi padre para defenderse, le pegó con un objeto y el hombre quedó gravemente herido, unos meses en el hospital. Ahora mi padre está en prisión.






        Días antes, me entregó una documentación y unas llaves. Desde los 18 años, soy la responsable de una extraña Sociedad mercantil, con sede en una antigua nave industrial, que está en las afueras de esta ciudad. Yo he firmado muchos documentos, en lugares a los que él me llevaba. No sabía nada, no me preocupaba de nada. Me quedé bastante sorprendida, no podía espera algo así. Por eso he vuelto a esta ciudad en la que murió mi madre, a la que nunca quería volver.

     
       Mis días son ahora un viaje por los vericuetos jurídicos-administrativos, de unos despachos despersonalizados, habitados por funcionarios consumidos en su hastío. Cuando termino o huyo; salgo a la ciudad, recorro su piel como la enamorada que buscas los lugares recónditos de su amor. Comprendo que las ciudades son humanas, tienen días bellos, desapacibles, con multitud de tonos, desprenden energía; otros son abruptos, parecen enfadadas, llenas de furia, con tonos desdeñados, sin luz.

        Siento que una máquina del tiempo, me ha transportado, sin yo esperarlo, a mi vida anterior. Descubro donde jugaba, donde había amigas, donde me escapaba,... mi primer beso.
         La ciudad de las plazas, de los callejones, las avenidas, los paseos, de los tipos estrafalarios, de los regulares, de personas, de muchas personas que pasan fugaces, ¿me habré cruzado muchas veces con ese mendigo? ¿será la última vez que me crucé con esa muchacha? ¿ese hombre estará ahí todos los días? ¿pensarán algunos en mí como yo pienso en ellos?

     Y fue en uno de esos paseos, cuando él apareció. Entre una cortina de viandantes, apareció. Me paré, mi primer deseo fue alejarme rápido de allí, de mi pasado, de la herida que todavía no había dejado de suturar; pero no, permanecí. Estaba mal vestido, lleno de manchas, claramente mal alimentado. Él, no me había visto, no podía verme. Venía ensimismado en una conversación con él mismo, sin prestar atención al mundo ni a nada. Un hombre con aspecto de vagabundo, del que vive ya sin pretensiones, dejándose llevar por la vida.



   No me había visto, pero como me interpuse, no tuvo más remedio que mirarme. Una leve sonrisa se dibujó en su rostro de locura. Era JUAN. La persona que me había enseñado a conjugar el verbo odiar, la persona con la  que mi madre prefirió vivir antes incluso que con su propia hija... YO.


                                                       Continuación

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