miércoles, agosto 1

Mar

     En mi infancia, vivía en el interior de mi país y descubrir el mar fue una sesación intensa. Me deslumbró su inmensidad y se me figuró como una enorme avalancha azul que en cualquier momento podría ocuparlo todo.
      Por lo demás, está el recuerdo de unas jornadas dominicales interminables: madrugón, carretera sinuosa,  olor marino, sal, sol intenso, la grasienta crema solar en la piel, tortillón de patatas, filetes empanados (llamados antes filetes rusos), sudor, más sol y sal, vuelta a casa,  cansancio, quemazón, picor en la piel, ...
   
      Así fue durante años una relación distante y fría. Hasta que un día unas circustancias laborales me llevaron a su orilla. Descubrí, entonces su personalidad potente y cambiante, reflejada en sus tonalidades. Desde la claridad nítida de algunos días sosegados de estío; a la fuerza iracunda de los días de desasosiego, justo cuando el cielo parece volcarse sobre él. Muchas horas desde entonces en su compañía, sintiendo su brisa, el sonido profundo de su espíritu,... sonido que sólo ancianos lugareños, viejos pescadores, saben interpretar. Me ha acompañado en momentos difíciles de reflexión, de lejanía del mundo; otros de profunda alegría, con el jolgorio sano de los seres queridos; en momentos de ejercicio, dibujando su silueta por la arena que él cubre con tanta satisfacción... Silueta que transforma en cada momento, amistad con la orilla, amor, enfado, cólera, angustia, ... Personalidad líquida, profundidad distante y tierna...
      Mar. Tan próximo y maltratado por nosotros. Tanto nos das y qué poco sabemos devolverte


No hay comentarios:

Publicar un comentario