Por unas circunstancias especiales, el período estival lo suelo pasar, casi íntegramente en una terraza, alejada del bullicio urbano. En ella escribo estas líneas, desayuno, almuerzo, ceno, leo, pienso, me aburro, sudo, dormito, bostezo, dudo, charlo, ... Sólo suelo abandonarla, y no siempre, en la pausa nocturna para dormir y rehuirla, si el calor es desesperante. El resto del tiempo es mi lugar de estancia.
Me he dado cuenta que me sirve para descubrir sensaciones de la infancia que creía había perdido. Por ejemplo, he recuperado la contemplación de la belleza de la luna, con sus múltiples formas, y la sensación de los cielos estrellados. Y hasta he contemplado, absorto, que está situada en uno de los pasos de las aves migratorias que desde Europa, buscan los espacios abiertos de África. En el centro de la ciudad, sencillamente todo esto no existe, los tristes edificios de cemento, nos enmarcan un cielo invisible con las luces artificiales.
En las ciudades, convertimos las terrazas, en feos balcones que como no utilizábamos y terminaban siendo trasteros de nuestros innumerables chismes domésticos. Estos balcones los hemos ido reduciendo hasta que ahora ya han desaparecido, prácticamente. Hacemos la vida encerrados y faltos de vivir al aire libre, que rehuimos con esos aires acondicionados que bunkerizan nuestras viviendas y nos alejan del aire natural. La terraza nos permite, aunque de manera selectiva, recordar la vegetación en maceteros, algo tan típico de Andalucía, ¿nos damos cuenta que lo estamos perdiendo?
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